Monólogo.
Ansío las
horas de cuando era chico. Ansío las horas que se corrían las unas a las otras
y yo sobre ellas, galopándolas sin estribo, y ellas piadosas, porque de mi
pudieron haber hecho lo que quisieran, y sin embargo yo acá me he detenido a
ansiarlas, con el corazón y con las manos, con el cuerpo entero sin exceptuar
nada, ni siquiera las tripas o la caspa o la comezón en mi vagina o de mi pene
también, porque esa es la suerte con la que corro.
De chico
cuando salía con la barriga llena y aspiraba el aire de las calles vacías y el
olor del asfalto, y los peces contra el cordón, y todo estaba quieto, entonces
yo giraba sobre mi, y hundía mi cabeza entre los hombros, y miraba al sol con
los ojos atiborrados de reflejos, y en ellos quien miraba podía ver. Pero
¡¡ah!! Mis mandíbulas entumecidas y trémulas, y como me rascaba la cabeza o me
la daba contra las rejas, o clavaba los colmillos en la cortaza seca, y
abrazaba los cardos con tal de que algún dolor sea más inmenso que el que me
oprime el alma, haciendo de mi espíritu el de un mendigo.
Ahora
siento que no debo decir mas nada, que las caras de todos lo entienden
perfectamente, que entienden perfectamente porqué estoy acá. Pero ni cerca
están. Casi nada saben de la ternura con la que mi madre pasaba su mano sobre
mi cabeza como si acariciara un felpudo, o la sencillez de mi padre enseñando
palabras como “contralampo” o “zamjerballa” y mi hermana que pobre, nunca supo
pronunciarlas acertadamente, siempre pronunciaba con B larga o le agregaba alguna
H donde no iba, pero eso si, manejaba al piano el dodecafonismo como nunca
nadie lo hizo, todo hasta la montaña rusa y lo de su parálisis.
Que
fastidio era retirarle la pelela, limpiarle las uñas o encenderle la luz a la
mañana. Una vez vi como el tío le mostraba la verga, y desde ahí comencé a
tratarla con disgusto. Al fin y al cabo ella tenía la culpa, era una piedra
tendida en la cama que solo revoleaba los ojos y gruñía desde la garganta como
un cerdo.
Después
murió, no me acuerdo que hicimos con ella.
Que hermosos
eran los momentos al terminar la cena, cuando mi padre se dejaba caer al sillón
y ponía esas baladas que lloraban mujeres o amores, y fumaba su tabaco, y toda
la casa olía a mi padre, y mientras, mi madre, refregaba o lavaba los platos o peinaba
a mi hermana.
Éramos sumamente felices.
Éramos sumamente felices.
La campana
sonaba únicamente cuando a algún predicador se le antojaba; mi madre me decía:
“Eloisa, se cordial” y mi padre “diles, Alejandro, que la próxima vez que
llamen a la puerta en horas de siesta yo mismo iré a atender”. Yo iba hasta la
puerta y esperaba que se vaya, luego simulaba algún ruido de cerradura y volvía
a lo mío que casi siempre era observar los ligeros y ondulantes movimientos de
mi madre de aquí para allá.
Por suerte
mi cuarto no tiene persianas. No hay nada más triste que una persiana en
diagonal. Mi casa entera no tiene ventanas, apenas un hueco en el vestíbulo, al
cual riego con lágrimas cada vez que me invade la nostalgia, esperando que se
colme algún día, y salgan a flote los huesos de mi madre y de mi padre.
¡Como me
congela las manos el cerámico frío del vestíbulo!, y como me arde cuando las
cobijas rozan mis rodillas después de horas de llanto. El dolor que me
perturbaba de niño es el mismo que siento ahora cuando imagino algún aroma que
me llega desde la cocina, o confundo los ruidos del altillo con la navaja caminando
por el mentón de mi padre.
Hace años
que lo único que espero es que el mar del jardín arrebate la casa. Que se lleve
primero el tendedero y la mecedora, que entre rompiendo las columnas y parta al
medio las puertas, que ahogue los muebles y que de a poco deje sin aire a la
escalera. Que se corte la luz y que floten los álbumes de fotos.
Que choquen en el agua la navaja, el peine, y la inútil de mi hermana.
Que salgan a flote los huesos de mis padres.
Que choquen en el agua la navaja, el peine, y la inútil de mi hermana.
Que salgan a flote los huesos de mis padres.